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Prosigue el Festival de Mérida en Madrid que ha organizado Jesús Cimarro, esta vez con la versión de Edipo Rey, de Sófocles que presenta Teatro del Noctámbulo bajo la dirección de Denis Rafter, exhibida durante dos días en el Teatro Bellas Artes con gran éxito, después de su exhibición en la pasada edición del certamen de Mérida.

Hace unos días comentaba que no siempre es fácil trasladar los espectáculos pensados para Mérida fuera de la propia Mérida sin que se resienta el resultado, y creo que este Edipo Rey es en ese sentido uno de los que han salido mejor parados de entre cuantos he visto, quizás junto a la Hécuba de José Carlos Plaza: falta, evidentemente, el entramado del teatro romano, pero aquí se ha sabido salvar esa ausencia, reformulando el espectáculo y sabiendo el tipo de espacio en el que se va a exhibir. Denis Rafter ha construido un espectáculo sobrio pero elegante, focalizado en la palabra y con fuerte fidelidad a los cánones establecidos de la tragedia griega que permite seguir este clásico de Sófocles con una fidelidad estética y estilística que ya rara vez se puede apreciar en los teatros: se han visto muchos Edipos —sin ir más lejos, Alfredo Sanzol estrena su versión en menos de un mes dentro del proyecto Teatro de La Ciudad—, pero pocas veces se han acercado tanto al ideario general que todos tenemos en la cabeza cuando hablamos de esta obra como lo hace Rafter en su versión.

Sobre una escenografía básica pero funcional de Juan Sebastián Domínguez –alturas y un altar central-, muy bien iluminada por Alberto Álvarez Cruz, la versión —que firma Miguel Murillo, y que ha sabido condensar todos los puntos clave de la tragedia en dos horas, sin perder de vista el género que está versionando— se apoya en todas las claves fundamentales para poner en pie el texto de Sófocles: se ha recuperado, por ejemplo, el uso del coro griego como voces que comentan la acción —como meros conciudadanos— o atormentan —embutidas en unas expresivas máscaras de Pepa Casado en los momentos de mayor tensión psicológica— la mente de los personajes como si de un murmullo que roza lo psicológico —ya sea narrativo o increpante— se tratase, en un recurso al que se le saca gran partido a nivel expresivo y emocional: un recurso que debería ser base en la tragedia griega, pero que cada vez es más infrecuente encontrar cuando nos enfrentamos a una; y que esta producción, sin embargo, ha decido retomar como una verdadera seña de identidad de lo que quiere ser este espectáculo. También la partitura de José Tomás Sousa, de marcadísimo sabor y raíces netamente griegas, es una gran baza ambiental —en la ajustada interpretación del grupo Acetre—  a la hora de encadenar las diferentes escenas y situar al público en la realidad en que transcurre la obra. Puede que el vestuario que plantea Rafael Garrigós peque en ocasiones de demasiado básico y hasta mejorable, pero siempre dentro de las líneas de la honestidad. Lo cierto es que el todo —desde el uso de muy pocos elementos— acaba por tener una personalidad y un sabor que llevan a las tablas muy fielmente el espíritu de Sófocles, generando una sensación de recuperación casi arqueológica que, de tanto en tanto, hasta se agradece.

Denis Rafter se muestra un hombre de teatro inteligente en muchas cosas a la hora de afrontar este montaje: primero, sabe cómo generar climas a partir de muy pocos elementos –la suma de una iluminación bien planteada, una música envolvente y el uso de un recurso como el coro llegan a dar resultados insospechados- y huye de las grandilocuencias en una dirección escénica que, sencillamente, deja que la historia fluya y concentra todo el peso de la función en la palabra poderosa de Sófocles: en este caso no se necesita más, y se impone el peso de la palabra para transmitir el drama, y el buen gusto con que Rafter ha sabido conjugar los pocos pero útiles e inteligentes elementos con que cuenta. Ni siquiera el uso del coro como arma expresiva está recargado, funcionando muy bien y siempre perfectamente integrado en el discurrir de la tragedia, aunque tal vez enfrentar a Edipo al propio coro –tal vez haciendo que también sea parte de él en los momentos en que no aparece activamente- hubiese aportado un plus a la hora de plantear la dicotomía a la que se enfrenta el personaje: Lo dejo como sugerencia… Solo la ausencia de los hijos de Edipo en un momento fundamental de la trama –aparecen evocados, pero no físicamente: entiendo que será por una cuestión presupuestaria o de disponibilidad, pero no deja de ser una ausencia que descoloca en un momento capital, cuando en Mérida, según he podido saber por las fotos, sí aparecían…- podría lastrar momentáneamente una propuesta por lo demás coherente tanto con el texto de Sófocles como con el género de la tragedia griega y consecuente con el enfoque que el director ha querido darle.

El reparto, por su parte, ha sabido encontrar un delicado equilibrio entre el poder poético y expresivo de la palabra y el hecho de decirla y transmitirla acercándola a lo verista y alejándola de la mera poesía como recurso que podría distanciar al público: el texto llega claro para que se pueda disfrutar, pero siempre enfocado desde una óptica que parece haber querido “naturalizar” hechos y personajes, para acercar después de todo al público a la reflexión en un montaje que, sin embargo, nunca se desliga ni se despega del espíritu de la tragedia griega. Fruto base de este equilibrio entre las dos vertientes es el Edipo que interpreta José Vicente Moirón, que se acerca al Rey de Tebas en un perfecto ejercicio que pone en una balanza el aliento poético y la voluntad de verdad; huyendo siempre de excesos y patetismos, y manteniendo al personaje con una dignidad inatacable incluso en los momentos más duros. Sobre su estupenda interpretación pivota el resto de un reparto que tiene claro el código en el que debe trabajar —todos siguen la misma tónica, algo tan básico pero a la vez tan difícil—, en el que destaca el Tiresias visionario de Javier Magariño —lleno de sabor—; y que completan con válida honestidad Memé Tabares —Yocasta más expresiva que incendiaria—, Gabriel Moreno —Creonte—, Juan Carlos Castillejo —Sacerdote—, Camilo Maqueda —Mensajero—, Jesús Manchón —Pastor— y Francisco Quirós —criado—; muchos de ellos desdoblados además en papeles de coro. Todo el reparto, como digo, trabaja con la baza de tener claro el código en el que han de expresar sus sentimientos, dando una sensación de uniformidad que ayuda a lanzar el espectáculo hacia el notable.

En suma, lo que se presenta es una propuesta sencilla pero funcional, que acerca al público esta tragedia griega capital del repertorio y que demuestra que se pueden mantener espectáculos bellos y teatralmente válidos vistos en Mérida fuera de ella cuando se tiene inteligencia teatral, como aquí afortunadamente sucede: si esta propuesta fuera de Mérida es sin duda notable, no cabe duda de que en Mérida –con el añadido del espacio- habrá sido todavía más brillante si cabe; y también eso hay que valorarlo como merece. Fuertes, cálidos y merecidos aplausos del público en la representación que presencié.

Nota: 3.75/5.

H. A.

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